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Fotografía: Juanjo Gallardo |
I La Negra
El Mundial de Brasil me llevó a muchas vivencias, varias las viví en el viejo Hotel de Minas, olía a naftalina la ratonera. Situado en una esquina, a cuatro cuadras de la Rodoviaria de Belo Horizonte, pleno Centro, cerca de todos los puestos de crack, en diagonal al Bar de Carla. El bar donde conocería a la Negra.
En el hall de seis por cuatro había un viejo sillón ocre, pequeños agujeros de quemaduras sobresalían en él, seis sillas de pino que serían lo más nuevo del lugar y dos puff fiaca negros, pero de mugre. Lo que se destacaba era una maravillosa mecedora, parecía centenaria. Una noche, el sereno y un australiano casi se agarran a las piñas cuando quedó vacía. Una gringa con nalgas que no podían explicarse por las leyes de la naturaleza dejó el lugar diciendo… I'm going to sleep.
Todos queríamos sentarnos un rato en ella, del asiento hamaca hablo. Era estar en el cielo, era la paz.
De sentarse o mejor dicho, de que la gringa se siente en uno, era todo lo contrario, era el infierno, el infierno más encantador de cualquiera de las noches que hayas podido vivir.
Las paredes estaban pintadas de un rosa pálido por el paso de los años. Al mirar para arriba, en las cuatro esquinas había grandes manchas de humedad. En una de ellas, precisamente en el cantón que estaba arriba del televisor, el moho había formado un rostro, la condensación de vapor de agua dibujó la cara de Jesús. Era imposible no mirarlo cada tanto.
La noche que llegué de Beagá, ciudad donde comenzó a cantar Milton Nascimento, llevaba un mes y medio limpio y la abstinencia venía rompiéndome las bolas, mi mal humor era insostenible. Luego de acomodar mis cosas y revisar bien que la habitación sea segura, salí a la calle en la procura. Lo primero que vi luego de bajar esas escaleras en ele y cruzar el umbral, fue un bar, el Bar de Carla, ahí, donde conocería a la Negra. Necesitaba urgente una cerveza, no solo para paliar mi sed, sino para ser farruco ante lo que se venía.
Entré y saludé en voz alta. Mi portugués ya era fluido por las casi dos semanas que llevaba en el país, había vuelto ese idioma que adoraba. Un moreno y la mesera (la Negra), respondieron el saludo. Boa noite. Tudo bem? Dijo cuasi cantando la mujer. La miré, sus ojos eran extraordinariamente oscuros, de un negro carbón. Centellaban, podía verme en ellos. Una sonrisa idiota debe de haberse escapado de mi rostro, ya que sin soltarme la mirada, largó una pequeña y gran carcajada. Reaccioné con vergüenza.
- Tudo bem, obrigado. Uma cerveja bem gelada, pode ser? Falé.
Me nombró tres marcas, opté por Bohemia. El primer trago siempre es orgásmico, sentí el lúpulo, lengua y paladar quedaron agridulces y por último, aroma a flores. Maravilhoso.
El lugar tenía muchas luces blancas, sentí que sería insoportable estar endrogado ahí. Tres grandes carteles rezaban los alimentos a la venta. En uno de los laterales la cigarrera y golosinas, la Doña que atendía era igual a Georgette, la de Amelié. Fue muy loco eso, no creo en las coincidencias.
La rubia duró menos de un minuto, pedí la segunda sabiendo que no sería la última. Los ojazos de la Negra me habían sacado, por un rato, las ganas de consumir cochambre.
Se acercó de a poco a mí limpiando la barra con una Ballerina fluo, que hacía resaltar más la piel oscura de sus manos.
- Tú no eres de aquí – dijo con dulzor.
Y luego de un generoso sorbo, comencé a contarle mi cometido en su tierra, mi ticket para Inglaterra – Costa Rica, mi ferviente deseo de conocer Ouro Preto, mi fascinación por el Maestro Sebastião Salgado y su Instituto Terra. Allí, iría luego de unos días en Belo, a caminar Aimorés.
Ella me escuchaba atentamente, con cara de sorpresa por momentos, con seriedad en otros, con sonrisa cómplice. Todos sus gestos me agradaban.
Tenía unos labios carnosos, gruesos, extremadamente sensuales. Su cabello afro era increíble. Aunque eso lo descubrí en la primera cita, en el trabajo llevaba el pelo recogido y con un pañuelo blanco. Su nariz era de boxeador, chata y ancha. Lejos de afearla, eso la hacía más extravagante y bonita.
Tuve la suerte de que no entrara mucha gente al lugar, para poder hablar esos pocos minutos sin interrupciones. Su compañera había entendido todo. De eso también me enteré mucho más tarde. Cuando le pregunté qué era lo qué más le gustaba hacer en la vida, entró un grandote de más de cien kilos vociferando por una hamburguesa con huevo y una Brahma, después saludó. Ella levantó las cejas, pidió disculpas y fue a preparar el pedido del grandao.
El lugar se puso hasta los pechos poco a poco. Pedí mi tercer cerveza, la tomé más rápido que la primera, me acerqué a la Negra – Ya hablaremos más, al menos dime tu nombre- Amanda respondió. Pagué, agradecí y salí a buscar mi pasta con la sensación de que, en esa semana que viviría en Belo, iba a probar sus labios.
Caminé cincuenta metros y en lo que era un viejo cine abandonado me encontré con dos fisuras. Les pregunté dónde podía conseguir crack, me señalaron a unos niños que estaban en la otra punta del cinematógrafo, subí tres escalones y encaré a las crianzas. … El lugar era sombrío, sórdido, y el aroma a pasta base se hacía más fuerte al acercarme.
Eran tres, el dealer no pasaría los doce años. Joao, un niño viejo
, habló con voz ronca. Su remera tenía la cara de Alf y declaraba “Aliem life form `` ,le dije que pasaría al menos una semana en el lugar y que sí la mercadería era óptima sería un buen cliente. Me llevé un gramo por diez reales y regresé al hotel para probarla. Mis pulsaciones iban al ritmo del finado Vinnie Paul, Pantera sonó en mi cerebro en ese corto regreso a casa. Pensando, lo tremebundo… que era tener la falopa tan cerca y tan simple de adquirir.
En la pensión la birra era más cara que en el bar, pero podía quedar mal parado sí volvía a pedir cinco o seis latones para llevar. Opté por pagar de más en la ratonera y seguir ilusionado de que Amanda iba a darme una mínima chance.
Subí las escaleras del hostel en siete zancadas. Entré a mi cuarto asegurando que la puerta quede bien cerrada. El piso de madera chillaba ante cada paso, me di cuenta que eso me iba a molestar mucho luego de fumar, prendí el pequeño tele, hizo un relámpago y a los segundos apareció la imagen de Dilma Rousseff, me puse a armar la pipa, había dejado ceniza/filtro preparada para mi regreso La bolsa era negra de un plástico duro, como de consorcio, me costó abrirla, se me cayó una gran baba al verla, amarillo poderoso su color, poderoso su olor, me hizo dar un una deliciosa arcada de placer, de un placer asqueroso.
Aguanté el humo cerca de diez segundos en mis pulmones y a soltarlo. El corazón se siente fuerte, más vivo que antes, la audición se amplificó por demás. Ahí bajé la TV, la Presidenta del Brasil daba un discurso insignificante para mi interés, puse el canal de deportes y abrí una rubia. Volé remera de Olodúm, no me había dado cuenta con tanta adrenalina que la había empapado de sudor.
El cuchillo Bowie se hizo famoso en los años cincuenta por medio de películas y series de la época, pero su celebridad viene de un duelo ocurrido en Lousiana, en septiembre de 1827, a orillas del Río Misisipi. En ese reto el Coronel Jim Bowie asesina al comandante Noris Whriht de una puñalada en su abdomen. Rezin Bowie, su hermano, se la había regalado tiempo atrás.
Compré ese facón en una tienda de Manhattan, la característica principal es su forma cóncava en la cuchilla, esto permite un corte rápido y profundo. Desde que la adquirí viajé por el mundo con ella. Me fue útil en muchas ocasiones, sin imaginar, el nuevo uso que le iba a dar.
La falopa se fue terminando, el escabio también.
Al bajar y cruzar diagonalmente la rua, el bar estaba en pleno proceso de limpieza. Pedí una cerveza, la morena sonrió y dijo – es la última, ya nos vamos. Le guiñé mi ojo izquierdo, froté mis manos húmedas y comencé a beber. El grandote fanfarrón todavía estaba allí, hablaba en voz alta escupiendo para todos lados, tenía aspecto de que no le gustaba mucho el agua, en su cuerpo digo.
Terminen que cerramos, dijo la dueña en el idioma más hermoso del mundo. Pedí una lata para llevar, el grandote hizo lo mismo, pagamos y salimos a la calle, era la hora de que comenzaran a circular las primeras ratas. Belo le gana por goleada a París en esto. No existe ciudad igual.
Cuando Amanda bajó la primera de las tres persianas y se agachó a poner el candado, el grandote se apoyó en su cola. La Negra, entre resignación y enojo, lo deliró, parecía ser algo común el actuar del bravucón. Me puse rojo como atardecer del Pacífico, hervía, apreté mis puños y lo encaré, ese hombre pesaría cuarenta kilos más que yo. Al instante, Grandao acertó un cross en mi mentón, volé dos metros. Amanda empezó a gritar, su compañera y la dueña salieron al instante. Con insultos lo echaron al grandote que se fue riendo a carcajadas, mostrando que le faltaban un par de teclas en su comedor.
Semi noqueado sentí un suave pañuelo sobre mi labio inferior, La Negra me limpiaba la sangre caliente, me senté sobre el cordón de la vereda lleno de vergüenza. Amanda hizo lo mismo, los cuerpos muy cerca, no sé sí pasó mucho o poco tiempo. Me levanté brincando, limpié mi pantalón con varias cachetadas y le agradecí. Nos vemos mañana, creo que le dije, y ahí nomás crucé la calle sin mirar a los costados.
Muito obrigado coração, faló ella levantando la voz. Enfilé a mi habitación y agarré la Bowie. Guardé la vaina de cuero entre mis ropas, a la altura del apéndice. Bajé esas gradas en cuatro saltos. Di vueltas por calles oscuras, entre ratas y rateros. Cuando me estaba resignando y volver lo vi. Estaba por comenzar ese extraordinario gustito por matar.
Buenisimo Juanjo y no es porque te quiero que te lo digo, que buen cuento y cuantos detalles exquisitos!!!
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ResponderBorrarQue historia Juanjo y pensar que en esa ciudad nos conocimos hace 10 años.. saludos de Bogotá-Colombia
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