DE CÓMO ME FUNDIRIA EN EL RÍO DE LA PLATA PARA ESTAS NAVIDADES | Matias Tortella

 



La razón de la riqueza en nuestras vestimentas había sido la asustada retirada de C&A del país, nos legó el perdón de la deuda de muchas prendas coloridas que hoy todavía utilizamos, sigo viendo en la calle y sin duda los pibes de veintipico les afanan a los padres. Sé que Jorgito va a usar en unos años la campera rompevientos de nylon violeta y azul de Paula, que vestía yo en ese momento; o el buzo marrón mío con líneas inconexas y sin sentido en la parte del abdomen que seguro llevaba Paula de entrecasa.

Y allí estaba Jorgito, con los grandes lentes de marco metálico mirándome momificado por el espejo retrovisor. El silencio era profundo en el Corsa de gris claro por fuera y gris oscuro por dentro. Frené cerca de lo de Paula, no me gustaba dejarlo sobre la entrada del edificio porque el balcón daba a la calle y la conozco, estaba pendiente de que devuelva a Jorgito sin un rasguño cada fin de semana. Sentía sus ojos clavados en mi nuca.

Le dije a mi hijo que este había sido el último fin de semana juntos y que no sabía cuándo se volvería a repetir esa situación.

Paula venía directo al coche (obvio, con mi buzo amarronado), puse mi mejor sonrisa de hierro, detrás de ella venía su nuevo guardián, el Gustavo de la Vega Fernández, con su mohicano, campera de jean y barriga metalera que terminaba en cadenas amarradas del pantalón.

Aflojé para darle calidez al vínculo, “vamos, vamos – dije -, que el tiempo pasa rápido y cuando se te terminen de caer todos los dientes nos reencontraremos.”

Bajé la ventanilla como Jim Carey en… (no recuerdo si fue Ace Ventura, Cable Guy, Dick y Jane, Tonto y Retonto o todas juntas) apretando el botón imaginario del control de ventanilla y con la otra mano escondida, dándole a la manivela con sigilo para generar la ilusión de progreso.

Paula prestó atención a mis ojos enrojecidos, me despotricó por andar fumando porro y manejando con el nene. El nene, que tenía casi once años y había atado a una compañerita a una silla el año pasado para interrogarle sobre sus gustos. Le respondí que me ayudaba a combatir mi necesidad repentina de una birra bien helada, ella ironizó que tampoco estaba el clima ideal para una. Hacía un frío de cagarse y tres días atrás había arrancado el verano. Me acordé de mi cara chupada y achinada que vi en el espejo segundos antes.

Jorgito abrió la boca por primera vez en todo el viaje para preguntarme qué le iba a regalar para navidad, le respondí que nada, que le pida al Santa que vive con su madre; acto seguido me di cuenta que me había zarpado y abrí la guantera, saqué un paquete de pastillitas ácidas para el aliento y se la alcancé. Feliz navidad, o lo que hay.

Las gotas que caían mojaban por fuera el vidrio y por dentro me empañaban la visión, tanto que me estiré para bajar la ventanilla del acompañante y que se desempañe, el chiflete se coló y ese fue el pié para que Jorgito salga del Corsa y se vayan rápido con Paula. Veía en ellos a dos siluetas chaplinescas que se chocaban brazo con brazo a cada paso que daban; le pasé un trapo al vidrio y encendí el Corsa, agarré alguna calle y salí a Avenida del Libertador. El Sol caía y el piso de la avenida se hacía más oscuro pero brillante y no me permitía desentrañar la ubicación de las divisiones amarillas y blancas y los autos parados que esperaban a doblar parecían idiotas ahí, quietos, una conglomeración de chatarra que transportaba a las víctimas de la industrialización ¿Será que sin leyes o normas dibujadas somos unos idiotas? 

Pasé la altura de la General Paz y me metí en las playitas cuando frenaba la lluvia.

La barrera permanecía cerrada, me bajé y caminé hasta las explanadas de madera, cerca del gran arco de cemento. Quería contemplar el cielo, compuesto por un cúmulo de líneas gordas de distintos espectros de celeste profundo intercalados con otras rosadas que hacían al panorama de las siete de la tarde un espectáculo. Por el Oeste, donde el Sol ya se había ocultado, quedaba un halo de hoguera medieval y por sobre el horizonte crecía un infierno violáceo.

Las nubes inmediatas, algunas más parecidas al algodón y otras más cercanas a bocanadas de humo de goma de manifestación, pasaban junto a las puntas altas y espejadas de los magnates edificios de software.

Avancé hasta el muelle de madera que bordeaba toda la costa y vi el río, ¡lo que deseaba unirme a él! Desaparecer y de pronto volver con mis partículas fundidas a las moléculas de aire y agua como los casos del Proyecto Manhattan.

Ser o padecer, esa es la cuestión. Pegó para abajo. Se me aguaron los ojos. Vibró el Nokia de pantalla chiquita, ni sé qué sigla o número de modelo era, atendí y Paula me espetó cosas a velocidades hipertrofiadas, que adentro de la caja de caramelos que le di a Jorgito había un porro a medio fumar y unas pastillas de LSD. Me defendí como pude: “Soy un hombre tan transparente que lo que busques lo vas a encontrar”. Qué me venís a decir vos que sos una enfermera de hospital público adicta al sexo. No le presté atención a las otras palabras, las olas iban y venían negras empetroladas, me acerqué a la vera de arena, más sucia en plásticos y basura que la 9 de Julio después de una marcha sindical; esas olitas que pegaban contra las micro piedras y se rompían, hacían que el agua perdiera la cordura. Cuando una de ellas se retiró descubrí un cassette de Abba. Lo gobernaba el moho, ni se llegaban a leer los temas que aparecían en el lado A, con letrita blanca y pequeña.

El Río de la Plata, cementerio del tiempo. Saqué el celular del bolsillo, arranqué la tapa, le separé el chip y arrojé bien lejos el aparato; algún día encontraré otro con Spotify para escuchar música o Facebook para subir mis épicas hazañas.

Menos mal que no le dije a Paula que me echaron de la fábrica.


MATIAS TORTELLA



Soy Matías, nacido en Munro. Durante muchos años de estudiar cine y teatro tomé notas de personajes que mi mente inventaba, frases, deseos… Recién cuando me apunté a clases de escritura narrativa, a los 28 años, pude poner toda la carne a la parrilla. 

Siempre recuerdo en chiste que mis personajes pensaban de más y se deprimían; hoy actúan sin parar e incluso, cuando duermo, me visitan en sueños y me proyectan las mejores escenas dramáticas. Luego de leer y escribir tanto, confirmo que un buen libro aporta el mismo calor que una sopa con verdeo, zapallito, fideítos y mucho queso rallado.




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