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Ilustración de Fernando Katz |
Los lugares de nuestra infancia son imanes extraños. Tienen un magnetismo que, si nos dejamos arrastrar, nos hace en algún momento querer volver a ellos. Dicen que la niñez suele estar asociada a bellos recuerdos. No conozco personas que regresen a esos sitios porque los añoren.
Cuando comencé la primaria, pocos compañeros tenían padres separados. Si había alguno, lo mirábamos con curiosidad. No por maldad. Era algo infrecuente y no se condecía con el contenido de ese breviario gordo de sabiduría que en su tapa llevaba el ostentoso título de "Manual del alumno bonaerense". Ese librote nos enseñaba que la familia era "la célula básica de la sociedad". Los párvulos no sabíamos qué era una célula -dudo que supiéramos siquiera leer de corrido la palabra "bonaerense"-, las imágenes eran por sí mismas elocuentes: unos coloridos niños, en general un casalito, jugando en torno de un padre, reconocible porque llevaba un pantalón, tenía el cabello corto y leía el diario, y una madre, identificable por su pollera, su melena larga y bien peinada y los utensilios domésticos con los que cocinaba. Esas viñetas nos eran suficientes para comprender lo que las frases con argumentos de biología celular no nos llegaban a explicar. Para el comienzo de la secundaria la situación era la inversa. La democracia y la ley de divorcio habían hecho que fuera raro que alguno de los compañeros de curso conservaran a su padre y a su madre juntos. Todavía faltaría un tiempo para que las mamás dejaran de amasar la masa en la sala de los libros escolares.
Yo nunca me atreví a volver a pasar por la esquina de la casa de mi padre. Ya van casi tres décadas y pocas cosas recuerdo. No conservaba el nombre de las calles, sí su ubicación precisa. En esa época llegar desde donde vivía con mi madre era una hazaña. Ella no me lo decía, pero con el ademán receloso de sus labios me daba a entender que aceptaba resignada mi ausencia un día a la semana. A mí me resultaba un hábito adoptado.
No había muchos colectivos que me alcanzaran a lo de papá y el único con un trayecto más o menos directo tenía poca frecuencia. Era uno colorado. Se estilaba que los colores distinguieran las diversas líneas y no a los monopolios que los administran. Hoy muchos bondis rojos son simplemente todos de la misma empresa. Otro rasgo de época.
El viaje duraba siglos desde mi perspectiva púber. Al recorrerlo de adulto no me parece tanto. Tal vez el transporte sea más rápido o quizás los años relativizan las distancias, por más que mi paso incierto haga que las pocas calles que me separan de aquella casa transcurran lentas ahora que estoy otra vez en el barrio.
Me acuerdo de la rutina dominguera de esperar largo rato en la parada y luego de una hora de viaje - ¿sería una hora?- bajarme y caminar las diez cuadras. Se me hacían también interminables. Cualquier ejercicio físico era insufrible en ese entonces. Tanto que meses después me terminaría llevando educación física a marzo. Pocas personas conozco que hayan logrado semejante proeza. Siempre lo atribuí a mi cuerpo torpe y entrado en kilos. Y no menos mérito cupo al rigor marcial de los profesores remanentes del gobierno militar, cuya vara nunca pude alcanzar. Hoy pienso que las dificultades para hacer piruetas como la medialuna o la vertical al comenzar el secundario tuvieron más que ver con el duelo por la muerte de mi viejo. No se acostumbra contar a los chicos sobre las enfermedades de los adultos, menos aún si son graves y terminales. No guardo recuerdo que alguien me lo anunciara ni cómo. Algo intuí cuando mi padre comenzó a cubrir su cabeza con una boina. Yo no sabía qué era la quimioterapia, sin embargo, había aprendido bien que los padres llevaban pelo corto y el mío no tenía ni una leve pelusa.
Sí recuerdo que aquellos domingos, ya apeado del bondi, tenía que pasar por debajo de la autopista y cruzar la diagonal que se abría a la derecha, donde estaba la persiana siempre baja y siempre gris del taller mecánico. A duras penas la pintura descascarada dejaba leer un “Lito”, el apodo de quien fuera su dueño. Desde allí faltaban pocas cuadras para llegar al enrevesado cruce de avenidas, llamado "de las siete esquinas", según el nombre en la marquesina de un bar mustio que languidecía mirando a las otras seis. Ahora restaban sólo un par de calles nomás. Nunca se me había ocurrido hacer otro camino, quién sabe, tal vez me daba algo de seguridad en esos años de incertidumbre. Mientras me acerco voy divisando unas modernas torres inmensas, que cual fortificaciones sobresalen entre la aldea de casitas bajas que subsisten alrededor. ¿Habrán derribado toda la cuadra para construir esos mamotretos de concreto y de un color crema triste e insípido? ¿Habrá algún resto de su casa? La idea de que no quede un ladrillo en pie me toma por sorpresa y a la vez me alivia. En sentido estricto, no era la casa de mi padre, era la casa de la mujer con la que compartió sus últimos días, por lo menos hasta que quedó internado en forma definitiva.
Él la había conocido durante el tratamiento. Ella trabajaba en el hospital oncológico como enfermera. Un ambiente poco propicio para el nacimiento de una relación amorosa que despertó todo tipo de suspicacias familiares y el consabido ademán receloso y resignado en los labios de mi madre. La enfermedad avanzó rápido. ¿Qué contacto podía tener ella con la piel de mi padre más que limpiar pústulas y abscesos?
Tal vez por esa razón no quedan registros fotográficos. Ese gordito tímido y rubio que solía ser no aparece posando en ningún retrato con su papá. Supongo que no es agradable guardar la estampa de un moribundo. Lo sé por experiencia. Esa imagen no habrá quedado en papel pero sí se grabó en mi mente aquel nefasto día en que fui solo a visitarlo al hospital, la tarde previa a la noche en que muriera.
Todo lo que rodea a ese día es borroso, en contraste con la ominosa sensación de repulsión que es nítida. Era raro que no fuera acompañado por otros mayores, dada la maraña de huellas que la enfermedad había esparcido por todo su cuerpo y dada la desconfianza que generaba la obsesiva presencia de su nueva pareja. Estábamos únicamente ella y yo, frente al camastro de la sala individual reservada a mi padre. Cuando abrí la puerta para entrar en filial y piadoso silencio, la encontré inclinada sobre el catre, urdía algo con sus manos. Se sintió sorprendida y con un rápido movimiento amagó sin éxito a cubrir escaras y úlceras con la percudida manta hospitalaria. Yo sólo atiné a dar vuelta mi cara para evitar ver esa masa descompuesta y purulenta que quizá aún conservaba el vestigio de conciencia de ser mi padre.
No han quedado tampoco fotos de ella. Y jamás la volví a ver desde la muerte de papá. ¿Seguirá viva? Si así fuera, calculo que debe andar por los ochenta. ¿Cómo será su aspecto? ¿La reconocería? ¿Ella me reconocería a mí? Lo que sigue en el mismo lugar es el enorme frigorífico con su largo paredón desteñido y sus portones tapiados a causa de la crisis, aunque no sabría decir si por la actual o por la de aquellos años. Lo único que me marca el paso del tiempo en este barrio, además de esas torres inmensas, son las pintadas de candidatos políticos que en mi niñez no existían o eran ignotos. O tal vez sí existían y a mí los comicios poco me importaban: mi cabeza estaba ocupada en esos largos viajes para presenciar la agonía lenta de mi padre en ese vecindario perdido. A medida que me acerco, noto que las torres se emplazan en la cuadra previa y no en la de la casa que busco. Unas leves palpitaciones en el pecho y se reaviva la expectativa. El paso se vuelve un poco más inseguro. Está allí todavía. Una sola planta en la esquina. Está igual, por lo que recuerdo, que no es mucho, además del pesar. “Listo, ya ví lo que quería”, me miento, aunque dudo de que sepa qué es lo que pretendía encontrar. No recordaba el revestimiento del granito rugoso y cobrizo de las paredes exteriores, sí la pequeña puerta de madera que pasa casi desapercibida a uno de los costados de la ochava. ¿Y si se abriera de repente y ella saliera de la casa? ¿Qué haría? ¿Qué le diría? ¿Tendría coraje? ¿O me guardaría todo de nuevo como un niño que nada entiende de maleficios?
Las dos hileras verticales de azulejos de vidrio pardos estaban desde aquella época. Me asalta la imagen que creía olvidada, de la luz tenue, que apenas podía traspasarlos para morir en la penumbra de la sala. Me acerco para ver si puedo pispear algo de refilón al interior. Siguen opacos. Me asomo a cada detalle como haciéndome el distraído. Doy vuelta la esquina hacia la otra calle, donde está la ventana de la habitación en la que solía yacer mi padre con las llagas abiertas por el cáncer: está cerrada. Es el fin de esta pequeña epopeya. Es extraño, no me siento decepcionado. Sigo mi camino. Llevo una especie de satisfacción por la tarea pendiente realizada, de haber cumplido un trámite postergado. Cierto alivio vuelve al cuerpo y el paso, de a poco, quiere ser firme.
A los pocos metros, veo venir a una mujer mayor. Es petisa y rubia. La recuerdo rubia, no petisa. Tal vez me parecía alta, porque todos los adultos lo parecen desde los ojos de un chico. Se le notan las raíces del pelo canoso entre los mechones amarillos y descoloridos. Lleva anteojos oscuros. De todas formas, no recordaría el color de sus ojos. ¿Será ella? Camina bastante erguida y con paso firme, a pesar del bastón sobre el cual aprieta su mano nudosa. ¿Serán esos mismos dedos largos y ahora añosos los que hace décadas fueron lo suficientemente ágiles y promiscuos como para insertar con profano esmero, uno a uno, esos pequeños papiros enrollados, manuscritos en tinta, repletos de brujerías y jeroglíficos arcanos, que encontraron los forenses en todos y cada uno de los orificios del cadáver de mi padre?
RICARDO DONAIRE
¡Wow! ¡Qué final inesperado! ¡me encantó cómo está narrado! Los detalles de la memoria volcados en los elementos cotidianos... ¡Excelente!
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