Inés se despierta con un miedo nuevo: que algún cortocircuito le deje los párpados caídos para siempre. Arrastra esa sensación el resto del día. Imagina la vida desde el interior de la piel, puras luces y sombras. Ni blanco, ni negro. Salmón, a veces naranja como un atardecer. Pasa una mano que eclipsa la luz, como la proyección de las hojas contra el sol, se va rápido y el color ciruela lo domina todo.
Cuando termina ese juego va sin muchas ganas al festejo. Sabe que Pedro no está.
Es una casa increíble. El arquitecto de muchos íconos de la ciudad la había diseñado. Cuadrada y está al revés. La base más pequeña que lo demás. Un jardín en la entrada y le sigue una galería donde el techo es el piso de otro ambiente. Las cabezas debajo de los pies y los pies en las caras, como esa pintura de Dalí en un inmenso cielorraso.
Unas luces en éxtasis giran sin control. La fauna en conjuntos de cinco, de seis, de ocho: tatuajes y artistas, trajes deportivos, eternas estudiantes y brillos de fantasía, camisas búlgaras y enamorados, la Griega, el tipo que quería no apareció, el amigo de su vida tampoco. Fuma algo y deambula hasta que las conversaciones incluyen palabras como croupier, Montparnasse o apellidos compuestos.
La cumpleañera más bella del mundo que sonríe con carita de md, le presenta al dueño de casa. Charlan sobre el barrio, Inés le cuenta que la morada del General está calle arriba, a unas cuadras apenas, que la fiesta tiene que seguir ahí: de tragos en la casa de Perón. Imagina a Pedro encantado con el plan, les haría creer que el ‘45 fue un año revolucionario. Ella repetiría con un guiño lo que decían en la facultad: “en política no me meto, siempre fui peronista” como escribió Soriano en una novela.
Fuera de su cabeza, Inés y el tipo hablan de los cuatro perros adoptados, del jardín y la arquitectura. Le muestra con un cigarrillo en la mano una reserva escondida de querosene y le habla de la vez que encontró a los cachorros masticando huesos humanos, que con las patas habían desenterrado un zapato.
Inés se aleja bailando y piensa si alguien echará en falta a ese humano de zapatos de cuero. La tela suelta del vestido se arremolina cuando cae sobre un sillón y arma un cigarrillo. A la distancia las siluetas se mueven lento. Fuma algo nuevo. Una amiga de la Griega lee una novela japonesa en voz alta. La luz recorta el contorno de sus rulos brillantes. Intenta prestar atención al susurro. Piensa en escuchar un disco completo cuando vuelva a casa. Ya había tomado y tiene la curiosidad agotada. Se despide de la Griega, su amor sin eros, que baila enredada a una columna con un muchacho.
Con el eco ajeno del montón camina unas cuadras y entra a su edificio que tiene los caños de gas como tentáculos por fuera de las paredes, llenas de huecos y sin pintar. Quiere recalentar comida pero se arrepiente. Pasa de largo el sillón hasta el cuarto.
Se queda un rato vestida en la cama con las sandalias de goma puestas. Sorprendida empieza a llorar. Se hace un bollito y vuelve a extenderse. Hunde la mejilla contra la superficie. Presiona con un pie el colchón, con la mano otra punta y ve que comienza a ceder. Sigue empujando y mete la rodilla y el brazo hasta el codo. Como a través de un lente, la vista se le hace un círculo. Negro alrededor, la cama en el centro.
Hace más fuerza y mete la otra pierna y el brazo restante. Se acomoda primero estirada y después se va doblando despacito, acerca una rodilla a la otra y luego ambas más cerca del pecho. Las tetas en su lugar porque tiene el corpiño puesto. Las manos acunan las piernas suaves y la cadera busca su hueco. Hace más presión hacia adentro. Los hombros le cuestan pero la gomaespuma abre espacio, la deja entrar o empieza a tragarla. El círculo de luz del lente es cada vez más pequeño. Ahora los ojos ven la lámpara del techo y la parte superior de una ventana, lo demás son telas arrugadas y cada vez más negro.
El colchón no tiene resortes y la deglute de a poco. En las sábanas de algodón siente la calidez de una boca sin dientes que le hace lugar, un aliento que la envuelve sin humedad. Cada vez más profundo, más adentro, más lejos.
Ya no ve nada, apenas un punto de luz que se desvanece lento. Y el tiempo se extravía, vuela por las ideas sin memoria y por playas que perdieron todas las referencias. Por cielos grises y negros y azules que la dejan danzar sin gravedad. Se pierde en un lienzo sin bastidor. Da vueltas carnero y medialunas. Su vestido flota por el aire donde no existe el viento. Las lágrimas forman columnas de hormigas que siguen su propio caos, sólo ellas saben escapar de la tormenta.
De a poco pierde peso, la carne traslúcida, cada vez más leve. Los huesos huecos y amarillos como esponjas de mar, los dedos se diluyen en un cosquilleo. Una espuma tibia le va cubriendo el cuerpo, por los empeines, los tobillos, sube hasta la cintura, recorre toda la columna, borra lunares y cicatrices. Ya sin orejas todo es silencio, el pelo se vuelve polvo y su cabeza calva se llena de espirales verdes y violetas que se evaporan sin dirección.
Se mira las manos sin ojos, se masturba sin dedos. Una corriente cálida la arropa de afuera hacia adentro, sólo queda un sol en el ombligo que ha muerto mucho antes.
Se olvida de la superficie y como los delfines o las ballenas se le antoja que respirar es un acto voluntario. Y se niega a subir de donde los colores no existen y no hay ciencia que sepa qué lo habita.
Varias semanas después se regalaron sus tres muebles, se remataron sus libros, se profanaron sus cuadernos, se robaron todos sus garabatos, se repartieron todas las flores y con las cucharitas de plata que había heredado todo el barrio comió helado. Y antes de subirlo al camión de mudanzas, unos perros de la calle masticaron el colchón y descubrieron las sandalias de goma que se dejó puestas todo el verano.
Jaz Chianetta
Nunca hice un puchero, pero corto las verduras por gamas de colores, adivino que mejor, como la literatura, primero a los ojos.
Leo un poco, escribo de a ratos y siempre carbonizo la comida. Después de muchos años de estudiar comunicación escribí una tesis sobre el fernet y sus borrachines, porque beber me sale mejor. A veces pienso que contar lo cotidiano es otra forma de charlar con amigues y de cómo lo terrible es absurdamente simple, y hasta divertido: pequeños delirios que no tienen importancia.
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