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| Ilustración de Fernando Katz |
Eran las siete…las siete de la tarde o de la noche. Ese límite difuso entre lo diurno y lo oscuro. Entre la vigilia y el sueño. Ese momento donde te frotas los ojos porque el cansancio empieza a sentirse después de pasar varias horas trabajando en la computadora. La lista de pedidos estaba casi terminada. Mañana tocaría reparto y ella iba a salir igual, aunque no haya podido sacar el permiso. El hambre no pide permiso.
Como así lo definía el aislamiento, Mariana se encontraba encerrada entre esas paredes delgadas. Mientras zambullían su mente en las redes, en un intento inútil de distracción, se quedó absorta, agarrada a un video que se coló de improviso en su muro. Era la imagen morena de una chica triste, de ojos grandes y profundos. Había algo ahí, en esa mirada, un destello de soberbia, de irreverencia, que la desafiaba con el relato de una historia de abuso. Lo que no se recuerda es lo que no se olvida.
Una frase, una unión de palabras concatenadas que la interpelaban y la incomodaban, una oración final colgada como un péndulo que se engarzaba oscilante en su cabeza. “El crimen más impune de la historia”.
Luciano lloraba en el cuarto, Mariana se levantó mientras las vértebras en melodía se acomodaban en fila y ordenadas, una a una, en una nueva postura. Lo acurrucó y muy despacio colocó la mano sobre la inmadura frente. La fiebre estaba cediendo y ya no había vómitos. Le susurró al oído una vieja canción de cuna y el pequeño volvió a enredarse en sus sueños. Un frío impertinente le recorrió la espalda. Otra vez no había podido cambiar los burletes de las ventanas y el viento entraba en puntas de pie recordando cuán duro, cruel y desigual podía ser el invierno para ellos.
Salió de la habitación y se metió en un abrigo de lana gruesa, prendió un pucho en silencio mientras observaba la calle casi desierta. El rugido del estómago le recordaba que no había comido nada. Dio la última pitada profunda y grosera al cigarrillo.
Unas maderas más a la salamandra y atizó el fuego, acercó las manos mientras las chispas brotaban en el aire. “El crimen más impune de la historia”, la frase pesaba como una roca enorme y brutal en sus espaldas, y luego se achicaba para atragantársele en un desconsuelo que la paralizaba. La sopa tampoco lograba bajar esa angustiante piedra, por más tragos largos y glotones, por más que inclinara el plato y lo bebiera como un veneno hasta la última gota; ni siquiera las migas de pan que revueltas, ahora se negaban a trasladarla a la casa de dulces de los cuentos que leía de niña.
Abrió el Word, una hoja en blanco, un antídoto, algo tenía que disolver el dolor, amputarlo. Las letras empezaron a aparecer como una catártica cascada y los dedos se movieron ágiles palabra tras palabra, escurridizos. La roca en su garganta se dispuso amablemente a bajar. Se acomodó en el estómago, podía sentirla retorcerse, pesar, pero siguió tecleando... para que se hiciera excremento y su cuerpo sabiamente la expulsara de su organismo y de su sangre. Porque era una mierda.
Se detuvo unos minutos, los dedos tiritaron pero sabía que no había otra manera de transformar la materia. Acomodó la espalda y gimió el respaldo de la silla vieja. Y continuó escribiendo, usurpada por una ira justa y verdadera y rememoró y describió detalladamente la historia de su violación, la vejación de su cuerpo asustado y acorralado. La confianza abatida, la ropa destrozada, la sangre entre las piernas, el dolor y el miedo… el miedo de una mano en la garganta. Y se miró en el papel.
Lo dejé entrar, me ayudó con las bolsas del mercado, todos lo conocen.
Y otra vez la justificación. Ese eco molesto, moralista. Volvió a subir la piedra justo cuando ya estaba por entrar al intestino. Y le ardió el estómago. Se levantó de la silla y metió un leño más a la estufa, tuvo que revolverlo, soplar. Se acercó tanto que el calor le abrasó la cara. Y pensó en las brujas y las hogueras.
Sintió arcadas. No era el momento de regurgitar ¿Justificación de que? Volvió a sentarse. Nombre-apellido-D.N.I. En mi casa… no había nadie, no había testigos…no hable antes porque tenía miedo…me bañe, lave todo… me lamí las heridas sola…desaparecí…
Firma.
Buscó en internet el correo de la fiscalía que por el aislamiento aún se encontraba cerrada, como si acaso el machismo se tomará cuarentena. Anexó cuidadosamente el archivo. Ya estaba tan cerca, podía olerse el triunfo, podía oírse el grito. A un solo paso del click que la desencadenaría.
Una contracción, unas ganas enormes de ir al baño. Pensó en Luciano, qué hombre sería mañana, el que ella le ayude a construir con sus propios pasos, con su propia fortaleza.
Y de pronto, mientras se agarraba la panza por el más terrible retorcijón que haya sentido nunca, recordó al viejo borracho que de niñas las toco a ella y a la Lore, ese que vivía atrás de la casa de los viejos, ese que con juguetes las invitaba a pasar y ellas con 9 años no entendían el juego; recordó que sus padres no hicieron nada cuando se lo contaron; bueno, nada más que castigarlas y no dejarlas salir por semanas; el crimen más impune de la historia; luego se dibujó en el papel el pibe que le levantó la pollera y le toco el culo mientras se moría de vergüenza frente a un grupo de adolescentes, machos todos; el que la beso a la fuerza, el que le dijo que la iba; el crimen más impune de la historia.
Ya está, tenía que correr al baño… Un último gesto antes…y…click
Luciano la llamó desde el cuarto, tenía sed. Mariana tiró la cadena aliviada y miró una última vez, parada frente a la puerta, como en círculos todo se iba, se transformaba.
Llenó un vaso de agua limpia, clara, fresca, que alivió la garganta del niño.
Despacito, no te atragantes. De a poquito vas a poder y te vas a sentir mejor. Mañana todo va a estar bien.
Se hizo un bollito, con mucho cuidado, al lado de su pequeño y lo abrazo fuerte. No había fiebre, no había dolor de panza. Luciano la miró y le dijo despacito que la quería mucho, mucho, le envolvió el cuello con sus bracitos pequeños y se durmió.
LOLA LOPEZ
Me llamo Paola pero me dicen Lola. Soy Lola cuando escribo o cuando actúo. Otra de mis pasiones. Mi primer acercamiento a la escritura fue a través de la poesía y el teatro después estudié el profesorado de literatura. Me atrevería a decir que mi forma de escribir tiene mucho que ver con lo actoral, meterme en los personajes, empaparme con la historia y vivenciarlos, sentirlos en el cuerpo. Amo la escritura que incomoda, que desestructura, que provoca. La cocina y las historias tienen mucho que ver con eso, con crear y gulusmear sabores nuevos, así salen los mejores platos y por supuesto las buenas historias.

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Tremendo, en todos los sentidos que quieras.
ResponderBorrarMe gustó mucho!
Saludos Lola!
Muy hermoso, Lola.
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